¿Quién de nosotros vive con veinticuatro horas al día? Y, cuando digo «vive», no digo «existe» ni digo «pasa por ahí». ¿Quién está libre del presentimiento de que las grandes tragaderas de tiempo de nuestras vidas están descontroladas? ¿Quién puede estar seguro de que su magnífico traje no se ve deslucido por un sombrero vergonzoso; o de que, preocupado por la cubertería, no ha olvidado la calidad de la comida? ¿Quién de nosotros no se dice a sí mismo, se pasa la vida diciéndose, «cuando tenga tiempo cambiaré esto y lo otro»?
Nunca tendremos más tiempo. Tenemos, siempre hemos tenido, todo el tiempo que hay. La intuición de esta profunda y poco conocida verdad (cuyo descubrimiento, por cierto, no me atribuyo) me ha llevado a emprender un minucioso examen de los dispendios diarios del tiempo.